La yegüita Blanca Flor

La yegüita Blanca Flor

“Cuando extiendas el brazo que sea para hacer el bien”.

UNO

Trajeron a la bella Blanca Flor desde un lejano lugar. Desde un hermoso y paradisíaco valle donde el trigo, las habas, las arvejas, las lentejas… se cosechan a raudales.

De todos los animales de carga del señor Lorenzo Cosme, ella era la que gozaba de un especial privilegio. Y este era el de trasladar hacia el pueblo, a la esposa del dueño para realizar las compras de fin de mes.

Era de color blanco como la leche y tenía un lustroso pelaje. Su estatura era alta y tenía alargado cuello. Sus ojos poseían una mirada tierna y tenía el ánimo vivaz y noble. Además, poseía un elegante y soberbio galopar. Y todo esto hizo que ella se robara todo el cariño del señor Lorenzo Cosme. Su amo la quería y admiraba con verdadera pasión.

¡En el día, a la luz del esplendoroso sol, Blanca Flor reverberaba como la blanca nieve de las montañas! ¡Y, en la noche, esplendía como la blanca y radiante luna llena!
¡Su amo estaba muy ufano y orgulloso de poseer a tan maravillosa yegua blanca!

DOS

Lorenzo Cosme era dueño de muchos caballos, yeguas, mulas y asnos, a los cuales los hacían trabajar todos los días, desde que rayaba la aurora hasta que cerraba la oración vespertina de la tarde.

Los animales eran alquilados a los empresarios mineros, para transportar piedras de carbón, desde las minas de la Curva con destino a la capital de la provincia. Era un trayecto peligroso, largo y pesado, que se complicaba durante los meses de invierno por el lodazal que devoraba a los animales, en grandes trechos de camino.

En esa difícil y complicada situación, los arrieros los jaloneaban a más no poder, para evitar el desplome del animal y la carga. El caso es que hombres y animales estaban expuestos a las inclemencias del clima, sobre todo, en esta estación del año.

El principal objetivo de los hombres, como en todo tiempo,  era el de  hacerse de unos cuantos soles para poder llevarlos hacia sus humildes familias. De ese modo, poder aliviar un tanto su precaria condición económica. Los arrieros sabían, pues, que su descomunal y sacrificado esfuerzo terminaba en numerosas cajas de cemento, apiladas en las grandes ciudades. Y, en estas duras y difíciles circunstancias nadie sabía que ellos andaban, junto a los animales, numerosas veces  a punto de sucumbir entre las torrenciales lluvias, entre la espesa neblina y el barro resbaladizo, entre las piedras tristes y el cruel olvido.

TRES

En cambio, Blanca Flor iba hacia el pueblo, un domingo al mes, llevando a Emilina sobre su lomo. Por el tortuoso y agreste sendero galopaba ella, portando a su jinete, como quien lleva a una diestra y hábil amazona.

Y ya estando en Huarapampa, la esposa de Lorenzo Cosme, primero, se paseaba  sobre la yegua, luciéndola en un trote elegante y cadencioso, por las calles más anchas e importantes del pueblo.

Entonces, las lugareñas saludaban, con infinito respeto y reverencia a Emilina. Y, de reojo curioseaban contemplando la hermosa y armónica figura de Blanca Flor. Verla así, toda enjaezada y reluciente, toda una señora yegua, les despertaba una recóndita envidia por Emilina.

¡En realidad era una esplendorosa y radiante yegua! ¡Un bello animal que se desplazaba en un trote armónico y musical!

Después de su apacible y reposado paseo, la esposa de Lorenzo Cosme iba a tomar un buen desayuno. En seguida, ya a media mañana, bajo un esplendoroso sol radiante, iba a realizar las compras para la casa.

Durante el tiempo de compras, encargaba a Blanca Flor en la puerta de la casa de su tía materna. Los niños que jugaban en la calle, curiosos y juguetones, se acercaban a la yegua y le daban algunas cáscaras de plátano o trozos de pan. Y ella, mientras devoraba -con verdadero deleite- las exquisitas dádivas, con su cola espantaba a las molestosas moscas que se posaban sobre sus anchas y lustrosas ancas. Al mismo tiempo, ella orejeaba extasiándose con el melódico trinar de los pájaros que cantaban en los huertos del pueblo.

Así, Blanca Flor pasó buena parte de su vida.

CUATRO

Después, a la muerte inesperada de su amado esposo Lorenzo Cosme, Emilina vendió todas sus pertenencias. Ella, desde pequeña fue educada en un ambiente de señoritas, donde el padre a las ocho hijas les dio un trato de princesas. Ya casada, recibió el mismo trato por parte de su querido esposo, quien la adoraba y admiraba.

Ahora que está viuda, Emilina  no quiere asumir la administración de los bienes y busca compradores para desprenderse de todas sus tenencias. Es así que, Blanca Flor  llegó a  manos de don Perico, cuando ella ya estaba entrando en el atardecer inexorable de su existencia equina.

Con don Perico, el trabajo de Blanca Flor consistió en cargar el forraje  para los cuyes, los conejos, los pavos y los pollos. Y, en algunos días, tenía que transportar las rajas de leña para el fogón, el cual regalaba seguidamente el cafecito caliente, la tibia y aromática sopa, los olorosos chicharrones de chancho, los suculentos tamales, las humeantes humitas y muchas cosas más.

Una mañana nublada de invierno, cuando el sol se negó a salir y la lluvia azotaba el  techo de las casas y a los friolentos transeúntes, don Perico se puso las botas negras de jebe, el poncho habano y el sombrero acampanado y enrumbó hacia la casa-huerta.

Su esposa, al verlo, le preguntó:

-¿No tomas el cafecito? ¿No le llevas sal a Blanca Flor?

Él no contestó y partió en completo silencio. Sentía un inesperado dolor de estómago. En el camino, sacó de la alforja la botella de anisado y bebió un trago del apetitoso elixir, que tiene efectos positivos cuando se trata del dolor de estómago a causa del  frío, un inclemente frío que traspasa la piel.

Su esposa no le había insistido con lo del desayuno, pues ya conocía el silencio de su marido. Continuó con los quehaceres de la casa y ya el café caracolillo, el mejor del Alto Chicama, hirviendo y humeando, esparcía su aromático olor por doquier.

En el patio de la casa-huerta, bajo la sombra de un verde y frondoso pino, Blanca Flor se espantaba las moscas con la cola. Estos  inmundos animalitos aprovechaban el fétido olor que desprenden las personas, los animales y los productos descompuestos. Hoy, ellas estaban ahí porque un murciégalo– como decía el pequeñín de la familia-había clavado sus deformes y puntiagudos colmillos en el suave e indefenso lomo de Blanquita.

¡Qué tal mordisco del caníbal volador! ¡La sangre roja oscura marcaba su camino hasta bien entrada la panza del animal!

-Te curaré lueguito, ¡ya verás!-dijo don Perico mientras ataba a la yegua al árbol del verde y frondoso pino.

Y Blanca Flor balanceaba la cabeza y coceaba, como si lo entendiera.

CINCO

Junto al fornido y leñoso tronco del pino de ensueño, Blanquita sufrió un terrible susto por el revoleteo de un gran pájaro fugaz, creyendo que se trataba de la escena de la noche anterior. Entones  ella dejó escapar un bufido y el tac, tac, tac en el patio empedrado.

Ante lo ocurrido, y creyendo que por estar atada estuvo a merced del ataque de los murciélagos, don Perico desamarró la soga que ataba a Blanca Flor al tronco del árbol. Ahora, con más libertad mordisqueaba los arbustos que tenía a su alcance y saboreaba la sal en una batea. Dicho alimento le fue dado como una forma de engreírla, por estar ella muy enfermita.

Ya era tiempo de buscar remedio para la engreída y don Perico se fue en pos del curandero de la zona. En cuanto llegó  a casa de éste le contó lo acaecido y le pidió una pócima contra la mordedura de vampiros. Entonces, el curandero sacó sus menjunjes y fabricó un remedio; el cual  don Perico aplicó en la herida de Blanca Flor,  por tres días, pero  el remedio no le hizo ningún efecto.

-¡Cómo un curandero de cristianos va a curar a un animal!- opinó, riéndose, la suegra de don Perico.

Entonces, don Perico optó por ir al boticario del pueblo, por una receta. En seguida que le explicó a éste de qué se trataba, el boticario Rodolfo le entregó el listado de medicamentos y las indicaciones para tratar la herida. Así lo hizo y nada.

Ya la herida había tomado un color oscuro y, alrededor de ella, se veía la hinchazón de la piel, de color rojizo; característica de las heridas que se resisten a sanar porque el remedio no es el adecuado. Además, Blanquita ya iba mostrando signos de decaimiento: tenía una mirada triste y la tenía perdida en el lejano horizonte, escaso apetito y, la mayor parte del tiempo, la pasaba recostada sobre sus patas traseras y el suelo.

¡Realmente, Blanca Flor estaba muy enferma!

SEIS

Al siguiente día, a la hora en que el sol ya estaba  en el centro del firmamento y sus cálidos rayos se hundían implacables en los poros de la tierra, los niños llegaron acompañados de su madre a la casa-huerta, como todos los días, llevando el alimento para el engreído Jhul y para los chanchos. 

Al ver a Blanca Flor y, sin saber lo que estaba pasando, el pequeñín saltó de alegría y pidió que su madre lo subiera al lomo de la yegua. Entonces, la madre le mostró la herida que llevaba el pobre animal y el niño, haciendo un pucherito triste, primero, y después, entre palabras entrecortadas y llanto, le dijo al pobre animal:

-¡No te moras, mi Banca Foy! ¡Yo mismito te curaré!

La madre para consolar a su hijo le dijo que Florcita  sanaría muy pronto. Y es que ella, en oración, ya le había pedido a Dios por la sanación de Blanca Flor. El niño se secó las lágrimas con la manga de la chompa, miró fijamente a su madre, le dio un beso en la mejilla y ella le correspondió con un tierno abrazo.

De pronto, el niño se fue corriendo a trepar los árboles, junto a sus otros hermanos.

Como los resultados, hasta el momento, eran desfavorables y preocupado por el caso, don Perico le pidió a su esposa Perita que recurra a sus dotes de “doctora de la familia”.

Entonces ella  lavó la herida con un gran hisopo enjabonado, retirando de esta manera el polvo y la sangre pegoteada de la piel del animal. Luego,  tomó un polo blanco y limpio de su esposo y lo envolvió en el mango de un cucharon. Colocó a este sobre las llamas de la fogata y las cenizas iban cayendo sobre la base de un recipiente de barro, hasta quedar todo el polo en un polvo plomizo.

En seguida, mezcló las cenizas con vaselina sin perfume, unos gramos de sal y otros de bicarbonato de sodio. Este último para matar la infección de la herida y la sal, no solo contra la infección, sino también para evitar que las horrorosas moscas siembren sus huevos en la piel lastimada de la enfermita.

Hecho el ungüento casero, con mucho amor, con sus benditas manos, usando otro hisopo, Perita curó a Blanquita como si se tratase de uno de sus hijos. Mientras la iba curando y, ante el movimiento casi mecánico de Blanquita, le iba diciendo:

— ¡Tranquila, Florcita!

—¡Te pondrás buena, muy pronto! ¡Ya verás, yegüita linda!

Al instante, la yegua dejó escuchar los tac-tac-tac y un relincho de alegría.

Con el mismo cariño y con la misma rigurosidad del tratamiento, Blanca Flor sanó totalmente al cabo de una semana.

SIETE

Una mañana, muy temprano, cuando don Perico fue llevando sal a Banca Flor, no la encontró y quedó muy sorprendido y extrañado. Solo halló en el suelo el aro roto de soga que le rodeaba el cuello, a modo de collar, en el lugar donde la dejó la noche anterior, a orillas del río, paraje en el cual se levantan gigantescos y frescos higuerones y carrizales verdeazulados que enseñorean la pampa.

¿Qué habría pasado?

Don Perico no lograba explicarse.

De regreso a casa, con la soga en el brazo, con su andar cansino, don Perico iba tejiendo ideas de cómo comunicar a la familia de lo que había sucedido. Lo que más le inquietaba eran las reacciones de sus hijos, sobre todo del pequeñín, quien adoraba demasiado a su yegua “Banca Foy”.

¡La yegua Blanca Flor había desaparecido!

Una semana después, el pequeñín, cuando jugaba con He-man, su muñeco preferido, y le contaba la historia de una bella yegüita blanca que, moviendo unas enormes alas, había partido hacia el cielo a encontrarse con los angelitos de Dios, escuchó que los vecinos corrían la voz de que la banda de “Los malditos del Solvenir” se estaban apoderando, sin reparos, de los animales de los lugareños para llevárselos a rematar en las carnicerías de la ciudad.

¡Qué terrible noticia!

Y decían que, si los policías iban a perseguir a “Los Malditos del Solvenir”, estos los estaban amenazando de muerte:

—Los policías morirán como perros, si es que los persiguen…

Y era porque esos temibles bandidos, sin alma, tenían armas muy poderosas, de igual o mayor calibre, que la de los mismos policías. Y decían que eran muy crueles…

Eso, decían…

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