En Navidad me regalaron un conejo, un conejito blanco como imagino que es un copo de nieve.
Hacía tanto frío esa noche, que no lo solté ni un momento, era como llevar un solitario guante para las manos. Por eso hubiera querido que me regalaran dos. Así que en la primera oportunidad rompí mi alcancía y me detuve frente a la vidriera de una veterinaria para comprar una hembra. Encontré una coneja negra, dientona y saltarina, me la llevé a casa, feliz por completar la pareja; al verlos juntos no tuve duda de cómo se llamarían, los nombré Blanco y Negro, como la televisión de los abuelos.
A los pocos meses, Blanco y Negro tuvieron sus primeras crías: diminutas, pelonas y rosadas.
Descubrí a los recién nacidos por casualidad, cuando mamá me pidió que limpiara el piso de la cocina.
En un instante comprendí por qué la hembra se había escondido debajo de la estufa por tantos días y la razón por la cual reunía tantos hilos sueltos, sacados de no sé dónde; supe el motivo por el que ella se arrancaba su propio y lustroso pelo con los dientes… la finalidad no era otra más que preparar un confortable y suave colchón para sus hijos. Esa cama no tenía que envidiarle nada a la cama de una princesa.
No había pasado ni una semana de mi descubrimiento, cuando la coneja correteaba por todas partes seguida de los seis conejitos, juntos, parecían una tira de peluche que iba desempolvando los muebles, dejándolos más llenos de pelusa que otra cosa.
Mi madre, quien amaba a los animales como si fueran personas, sonreía sin hacer comentarios, aunque a veces, en especial cuando recibíamos visitas, se apresuraba a aspirar alfombras, cortinas y sillones, sobre todo para proteger la ropa de los extraños, o para evitar los estornudos frecuentes de aquellos que permanecían en casa muy animados al conversar.
Al año, los conejos se habían reproducido tanto, que no cabían por los rincones, si levantabas la olla para cocinar frijoles: ¡Sorpresa!
Unas orejas de conejo, te saludaban con el signo de la victoria; si buscabas tus zapatos de descanso… ya otros ojitos se habían cerrado al acomodarse en tus pantuflas.
Si estabas aburrido y querías leer… las orejas hacían de separadores del libro que te interesaba ¡la invasión era terrible! al sentarte a la mesa tenías que ofrecerle a cada conejo una hoja de lechuga, para no sentirte culpable. Había conejos, conejos y máaaas conejos.
Ante tan difícil situación comencé a idear en un plan para deshacerme de ellos.
Pero a mí se me hace que los conejos se dieron cuenta, porque desde la mañana siguiente trataron de parecer ordenados, casi invisibles.
Al abrir la puerta podías ver cómo se acomodaban a toda prisa contra la pared, tratando de confundirse con la pintura campestre.
Cuando me iba a bañar, simulaban una pila de toallas disponibles, y en la recámara se colgaban graciosamente del tubo del clóset, como bufandas limpias.
Sentí lástima, o no sé si decir tristeza, tanta, que no tuve corazón para regalarlos. Mamá tomó la decisión de llevarlos al campo, al lado de sus amigos granjeros, así que los subimos a la camioneta. Ellos, muy contentos por ser ganadores me pidieron que te contara esta historia.
¿Ya lo sabías?
Un conejo puede vivir entre 8 y 12 años si le gusta el lugar donde se encuentra.
Una sola conejita puede llegar a tener 60 crías al año. .
1 Comentario
Me encantó cómo se desarrolló el cuento a raíz de un recuerdo de infancia sobre un conejo que recibió el (la) protagonista como regalo de navidad para llevarte a una narración deliciosa en imágenes y analogías entre los conejos y las cosas cotidianas de la casa: las orejas como separadores de libros, en el baño acomodados como toallas limpias y en el closeth colgados simulando bufandas. ¡Gracias!